Hoy honramos a San Leopoldo Mandic, que "fue, en su tiempo, un heroico servidor de la reconciliación y de la penitencia", en palabras de Juan Pablo II en el rito de canonización, celebrado en 1983 en el marco del Sínodo de los Obispos sobre el tema La penitencia y el perdón en la misión de la Iglesia.
En esa misma ocasión, dijo el Papa:
Nacido en Castelnovo en Bocas do Cátaro, a los 16 años dejó su familia y su tierra para ingresar en el seminario capuchino de Udine. Su vida transcurrió sin grandes acontecimientos: algún traslado de un convento a otro, como es habitual en los capuchinos; pero nada más.
Pues bien, precisamente en esta pobreza de una vida exteriormente insignificante, el Espíritu viene y despierta una nueva grandeza: la de la fidelidad heroica a Cristo, al ideal franciscano, al servicio sacerdotal a nuestros hermanos.
San Leopoldo no dejó obras teológicas ni literarias, no deslumbró con su cultura, no fundó obras sociales. Para todos los que lo conocieron, no era más que un fraile pobre: pequeño y enfermizo.
Su grandeza se encuentra en otra parte: en inmolarse , en entregarse, día tras día, a lo largo de su vida sacerdotal, es decir, durante 52 años, en silencio, en discreción, en la humildad de una pequeña celda-confesionario: "el buen pastor ofrece su vida por las ovejas." Allí estuvo siempre fray Leopoldo, dispuesto y sonriente, prudente y modesto, discreto confidente y fiel padre de almas, maestro respetuoso y consejero espiritual comprensivo y paciente.
Si se quisiera definirlo con una sola palabra, como lo hicieron durante su vida sus penitentes y hermanos, entonces es "el confesor"; sólo sabía "confesar". Y, sin embargo, precisamente en esto reside su grandeza; en este escondite para hacer lugar al verdadero Pastor de las almas. Expresó su compromiso de esta manera: "Ocultemos todo, incluso lo que pueda parecer un don de Dios, para que no sea mercantilizado ante Él. ¡Sólo el honor y la gloria sean para Dios! Si es posible, debemos pasa sobre la tierra como una sombra que no deja rastro de sí misma". Y a quienes le preguntaban cómo vivir así, respondía: "¡Es mi vida!".
"El buen pastor da su vida por sus ovejas". A los ojos del hombre, la vida de nuestro santo parece un árbol, del que una mano invisible y cruel ha ido cortando, una tras otra, todas las ramas. El padre Leopoldo era un sacerdote que no podía predicar por un defecto de pronunciación. Era un sacerdote que quería dedicarse ardientemente a las misiones y hasta el final esperó el día de la partida, pero nunca partió porque su salud era muy frágil. Fue un sacerdote que tenía tal espíritu ecuménico que se ofreció como víctima al Señor, con una donación diaria, para que se reconstituyera la unidad plena entre la Iglesia latina y las Iglesias orientales que aún estaban separadas, y se restableciese "un solo rebaño bajo un solo sólo pastor" (cf. Jn 10, 16); y vivió su vocación ecuménica de un modo completamente oscuro. Confió entre lágrimas: "Seré misionero aquí, en la obediencia y en el ejercicio de mi ministerio". Y nuevamente: "Cada alma que pida mi ministerio será mi Oriente".
¿Qué queda de San Leopoldo? ¿A quién y para qué sirvió su vida? Se quedó con sus hermanos y hermanas que habían perdido a Dios, el amor y la esperanza. Pobres seres humanos que necesitaban de Dios y lo invocaban suplicando su perdón, su consuelo, su paz, su serenidad. A estos "pobres" San Leopoldo dio su vida, por ellos ofreció sus sufrimientos y su oración; pero sobre todo con ellos celebró el sacramento de la reconciliación. Aquí vivió su carisma. Aquí sus virtudes se expresaron hasta un grado heroico. Celebró el sacramento de la reconciliación, desempeñando su ministerio a la sombra de Cristo crucificado. Su mirada estaba fija en el Crucifijo, que colgaba sobre el reclinatorio del penitente. Jesús Crucificado fue siempre el protagonista. "Él es quien perdona, es Él quien absuelve". Él, el Pastor del rebaño...
San Leopoldo sumergió su ministerio en la oración y la contemplación. Fue un confesor de oración continua, un confesor que vivía habitualmente absorto en Dios, en un ambiente sobrenatural.
San Leopoldo (Bogdan) de Castelnuovo Mandic, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, nació en 1866 y falleció en Pavia, Italia, en 1942. Fue beatificado por Pablo VI en 1976. Como dijimos arriba, Juan Pablo II lo canonizó en 1983.
Es la primera vez que nos referimos a San Leopoldo Mandic en este blog: nos alegra incorporar su nombre a la larga lista de santos y beatos que honramos en Al ritmo del Año Litúrgico. Al mismo tiempo, es la primera vez que publicamos imágenes de la iglesia parroquial de San Andrés, en la localidad atlántica de Miramar, en la provincia de Buenos Aires.
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