«Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”
.
También debían ofrecer un sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
“Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo, Israel”.
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él» (Lucas 2, 22-33).
Así comienza el texto evangélico que se proclama hoy, Fiesta de la Presentación del Señor; en la misa puede leerse el episodio completo (2, 22-40) o una versión más breve que termina en el versículo 32.
Nosotros optamos por la versión breve añadiendo un versículo más, para nombrar expresamente lo que vemos en la imagen: el Niño Jesús con «su padre y su madre»; al pie de José y María se ve la ofenda de «un par de tórtolas o de pichones de paloma».
La imagen se venera junto al altar de la iglesia parroquial de la Presentación del Señor, en Parque Saavedra.
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