En la Liturgia de las Horas, excepto en Completas, los salmos están distribuidos a lo largo de cuatro semanas. La primera semana del Salterio coincide con el comienzo de cada tiempo litúrgico; transcurridas las cuatro semanas, se vuelve a comenzar hasta que corresponda un nuevo reinicio.
En función de lo señalado, en la Semana XXX Durante el Año corresponde usar los salmos de la Semana II del Salterio. En la Hora Intermedia de hoy se reza el salmo 54, dividido en dos fragmentos. El fragmento II dice:
Ant. 3. Yo invoco a Dios, y el Señor me salva.
Si mi enemigo me injuriase, lo aguantaría;
si mi adversario se alzase contra mí, me escondería de él;
pero eres tú, mi compañero,
mi amigo y confidente,
a quien me unía una dulce intimidad:
juntos íbamos entre el bullicio por la casa de Dios.
Pero yo invoco a Dios, y el Señor me salva:
por la tarde, en la mañana, al mediodía,
me quejo gimiendo.
Dios escucha mi voz:
su paz rescata mi alma de la guerra que me hacen,
porque son muchos contra mí.
Dios me escucha,
los humilla el que reina desde siempre,
porque no quieren enmendarse ni temen a Dios.
Levantan la mano contra su aliado,
violando los pactos;
su boca es más blanda que la manteca,
pero desean la guerra;
sus palabras son más suaves que el aceite,
pero son puñales.
Encomienda a Dios tus afanes, que él te sustentará;
no permitirá jamás que el justo caiga.
Tú, Dios mío, los harás bajar a ellos a la fosa profunda,
Los traidores y sanguinarios
no cumplirán ni la mitad de sus años.
Pero yo confío en ti.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
Ant. 3. Yo invoco a Dios, y el Señor me salva.
Las palabras destacadas en negrita son las que ahora nos interesan: Encomienda a Dios tus afanes, que él te sustentará (Sal 54, 23), vertido en El Libro del Pueblo de Dios como Confía tu suerte al Señor, y él te sostendrá. En latín: Iacta super Dominum curam tuam, et ipse te enutriet.
"Ipse te enutriet": Él mismo te sustentará, te sostendrá, te nutrirá. La frase aparece grabada al pie de la imponente Cruz que hay junto al altar mayor de la iglesia del Salvador.
Prestad atención, os lo suplico, hermanos, y, como niños, aprended lo que es la piedad. ¿Acaso Pedro comprendía ya todo el misterio de aquellas palabras del Señor? No, todavía no lo comprendía; pero creía con humildad que aquellas palabras que no entendía eran buenas. Luego si son duras las palabras, y todavía no se comprenden, que lo sean para el impío, pero a ti la piedad te las ablandará; algún día llegará en que se aclaren, y serán para ti como el aceite, y penetrará hasta los huesos.
Y como si fuera el mismo Pedro, después de que quedaran escandalizados por la dureza que, según ellos, tenían las palabras del Señor, y como si con él dijera: "¿A quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna", añadió: Deposita en el Señor tus preocupaciones, que él mismo te nutrirá. Eres un niño, aún no entiendes los misterios de las palabras: quizá el pan está escondido para ti, y debes ser alimentado todavía con leche (1 Cor 3,2); no te enojes con los pechos, ellos te harán capaz de sentarte a la mesa, para lo cual todavía no estás preparado. Mirad cómo gracias a la separación de los herejes, muchas durezas se han ido ablandando. Sus palabras duras se han vuelto más suaves que el aceite, y son como dardos, que han armado a los evangelizadores: sus palabras se dirigen al corazón de todos los oyentes, insistiéndoles a tiempo y a destiempo. Con tales discursos, con tales palabras, como si fueran saetas, son heridos los corazones humanos para llevarlos al amor de la paz. Eran duros, pero se han vuelto suaves. Suaves, sí, pero sin perder su eficacia, convirtiéndose en dardos. Sus palabras son más suaves que el aceite, y ellas —las palabras suaves—, son como dardos. Pero quizá tú no estás preparado todavía para ser armado con estos dardos, es posible que tales palabras obscuras no se te hayan aclarado, no se te hayan hecho suaves las palabras duras. Deposita en el Señor tus preocupaciones, que él mismo te nutrirá. Abandónate en el Señor. Sí, quieres ya abandonarte en el Señor: que nadie se te ponga en lugar del Señor. Deposita en el Señor tus preocupaciones. Mira cómo aquel gran soldado de Cristo no quiso tomar a su cargo el cuidado de los niños: ¿Es que Pablo fue crucificado por vosotros, o estáis bautizados en el nombre de Pablo? (1 Cor 1,13). ¿Qué intentaba decirles, sino: Depositad en Dios vuestras preocupaciones, y él mismo os nutrirá? Bien, un niño quiere ahora depositar en el Señor sus preocupaciones, y viene uno cualquiera y le dice: «Yo me encargo». Como una navecilla que fluctúa sin rumbo le dice: «Yo me encargo de ti». Tú respóndele: «Yo busco un puerto, no un peñasco». Deposita en el Señor tus preocupaciones, que él mismo te nutrirá Y verás cómo te recibe el puerto: No permitirá que el justo fluctúe para siempre. Te parecerá que andas fluctuando en este mar, pero el que te recibe es el puerto. Procura, eso sí, no desasirte del ancla antes de entrar en el puerto. La nave, sujeta a las anclas, está fluctuando, pero no será arrojada muy lejos de la costa; y no fluctuará para siempre, aunque lo haga en algunas ocasiones. Precisamente a esa fluctuación se refieren las anteriores palabras: Me entristecí en las pruebas, y me turbé. Esperaba alguien que me salvase de mi cobardía y de la tempestad. Habla fluctuando, pero no fluctuará para siempre, pues su ancla está firme, y su ancla es su esperanza. No permitirá que el justo fluctúe para siempre.
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