Hoy, por primera vez, nos ocupamos en este blog de la gran figura de San Fernando, rey, de quien se ha dicho: «es, sin hipérbole, el español más ilustre de uno de los siglos cenitales de la historia humana, el XIII, y una de las figuras máximas de España; quizá con Isabel la Católica la más completa de toda nuestra historia política» ¹.
Así lo menciona en su elogio el Martirologio Romano:
«San Fernando III, rey de Castilla y de León, que fue prudente en el gobierno del reino, protector de las artes y las ciencias, y diligente en propagar la fe. Descansó finalmente en la ciudad de Sevilla».
Fernando III, nacido en 1198, era hijo de Alfonso IX, rey de León, y de Berengaria (o Berenguela), la hija mayor de Alfonso III de Castilla y de una de las hijas de Enrique II de Inglaterra. La hermana de Berengaria, Blanca de Castilla, era su tía; el hijo de esta, San Luis de Francia, era su primo.
Accedió al trono cuando tenía dieciocho años.
«Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en todas las empresas interiores y exteriores. (...)
Fernando III unió definitivamente las coronas de Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de otras muchas otras plazas menores tuvieron grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una primera expedición castellana entró en África, y nuestro rey murió cuando planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de nuestras mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León, que se empezó en su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia ejemplar en ellos. Fue tolerante con los judíos y riguroso con los apóstatas y falsos conversos. Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a las nacientes Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados. Preparó la codificación de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín. Parece cada vez más claro históricamente que el florecimiento jurídico, literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es fruto de la de su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los territorios conquistados. Instituyó en germen los futuros Consejos del reino al designar un colegio de doce varones doctos y prudentes que le asesoraran; mas prescindió de validos. Guardó rigurosamente los pactos y palabras convenidos con sus adversarios los caudillos moros, aun frente a razones posteriores de conveniencia política nacional; en tal sentido es la antítesis caballeresca del «príncipe» de Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que incansable impulsor de la Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de jamás cruzar las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la paciencia, la negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del prestigio atendió de manera constante, con ternura filial, reiteradamente expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos de su madre excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores levantiscos; perdonó benignamente a los nobles que vencidos se le sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de sus campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica, pero exigió la debida cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas y feudales. Robusteció la vida municipal y redujo al límite las contribuciones económicas que necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres licenciosas y de desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio personal, ganando ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de santo.
Como gobernante fue a la vez severo y benigno, enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en gracias cortesanas y puro de corazón. Encarnó, pues, con su primo San Luis IX de Francia, el dechado caballeresco de su época.
Su muerte, según testimonios coetáneos, hizo que hombres y mujeres rompieran a llorar en las calles, comenzando por los guerreros.
Más aún. Sabemos que arrebató el corazón de sus mismos enemigos, hasta el extremo inconcebible de logar que algunos príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. «Nada parecido hemos leído de reyes anteriores», dice la crónica contemporánea del Tudense hablando de la honestidad de sus costumbres. «Era un hombre dulce, con sentido político», confiesa Al Himyari, historiador musulmán adversario suyo. A sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien nobles que portaban antorchas encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba ya en el En-xemplo XLI "el santo et bienauenturado rey Don Fernando"» ¹.
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Sintiéndose cercano a la muerte, recibió el viático y la unción de los enfermos en presencia de todos los dignatarios de la corte, a los cuales quiso dar este último ejemplo de devoción. A su hijo Alfonso, su heredero, antes de bendecirlo le dio algunos consejos para el gobierno del reino: «Teme a Dios y tenlo siempre como testigo de todas tus acciones públicas y privadas, familiares y políticas».
Podríamos mencionar muchos otros detalles edificantes de su vida de fe.
El 30 de mayo de 1252 entregó su alma a Dios. Tenía 53 años. Fue sepultado en la catedral de Sevilla, revestido con el hábito franciscano, pues era terciario de esa orden.
Entre los medallones con imágenes de santos que jalonan la nave central de la iglesia de Balvanera se encuentra la efigie de San Fernando, Rey, que hemos mostrado en esta entrada.
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¹ José M.ª Sánchez de Muniáin, San Fernando III de Castilla y León, en Año Cristiano, Tomo II, Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959.