Por primera vez en la vida de este blog celebramos hoy la Memoria de Santa Isabel Ana Seton, nacida en Nueva York o cerca de esa ciudad el 28 de agosto de 1774 y fallecida el 4 de enero de 1821. Lo hacemos con una foto de uno de los vitrales de la monumental iglesia levantada en Buenos Aires en honor de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa.
Transcribimos algunos fragmentos de la homilía de Juan XXIII en la misa de beatificación, celebrada el Tercer Domingo de Cuaresma de 1963. A partir de la frase “Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,28), el Papa dijo en esa ocasión:
Esta tarde le place al humilde Vicario de Cristo aplicar esas palabras a quien la Iglesia venera desde hoy en la gloria de los beatos: Isabel Ana Bayley Seton. Verdaderamente bienaventurada, porque oyó la voz de Dios y la puso en práctica.
El Señor nos ha concedido gozar un nuevo rayo de la Divina Providencia, y al elevar el himno de acción de gracias, con las notas del Te Deum, nuestro ánimo se llena de emocionada gratitud. Siempre admirable en sus santos (Ps 67, 36), Dios enciende, en la humanidad que peregrina hacia el cielo, rayos de un nuevo esplendor.
El pensamiento gusta detenerse en la mansa y fuerte figura de la beata, propuesta como universal ejemplo de heroica virtud, para aportar luces de enseñanza, de aliento y de buenas inspiraciones.
Isabel Seton es la primera flor —oficialmente reconocida— de santidad que los Estados Unidos de América ofrecen al mundo. Hija auténtica de aquella nación, vivió desde 1774 a 1821, justamente cuando la joven República acababa de afianzarse en el concierto de las naciones, para dar prueba de sus inagotables posibilidades en todos los campos. Además, en aquellos años se constituía la jerarquía católica, y sobre la sólida roca de la fe cristiana se ponían las bases seguras de un maravilloso desarrollo de las obras católicas, como hoy aparece con toda su eficiencia.
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En este Tercer Domingo de Cuaresma de 1963 es la primera vez que sobre el altar de la cátedra de San Pedro aparece gloriosa la imagen de una heroína de los Estados Unidos de América. En el vario concierto de la santidad de la Iglesia se suma una nueva nota, que aporta el elemento propio de aquel pueblo, pues, como dice San Ambrosio, es un único cuerpo real, que se compone de diversas procedencias: “reina, con reinado indiviso, formando un único cuerpo de diversos y distantes pueblos” (Exposit. Evang. sec. Luc. lib. 7, cap. II: PL 15,1700). De esta forma toda la Iglesia, aquí representada por hombres de diversas procedencias y estirpes, rinde un homenaje de veneración a Isabel Seton.
Miramos de cerca a esta que hoy se eleva a la gloria de los beatos: Isabel Seton, prodigio de la gracia celestial.
Dios llevó a esta mujer a muchas experiencias y a profundas decisiones de vida espiritual, siéndole la fe algo habitual, como la respiración de su vida; llenándola del amor al prójimo, especialmente, en una hora dolorosísima de su existencia, para que tocase con su mano la presencia de Dios, que consuela a los humildes (2 Cor 7,6).
Pensamos en el apostolado, lleno de delicadeza, que desarrolló la familia Filicchi, con la que Isabel estuvo en contacto en 1803, con ocasión de su viaje a Italia. En Livorno se le murió el marido en aquel año. Aquella familia livornesa, instrumento dócil para las inspiraciones celestiales y verdaderamente sabia para ponerlas en práctica, fue límpido ejemplo de fidelidad a la Iglesia, presentando a los ojos de la ferviente episcopaliana —cual entonces era Isabel— el cuadro ideal de un catolicismo vivido, y del que se sintió atraída.
La nueva beata, como puede decirse de otros insignes personajes del siglo pasado, llegó al catolicismo no a través de la negación del pasado, sino como a una meta providencial de estudio, de oración y de caridad, a la cual la disponía toda la orientación de su vida anterior. Un paso después de otro, encontrarse en el seno de la Iglesia católica fue para ella un enriquecer el patrimonio que ya poseía, un abrir el cofre cerrado que estaba en sus manos, un penetrar en el conocimiento de la verdad plena, cerca de cuya morada se había encontrado desde sus jóvenes años.
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Isabel Seton, que fue objeto de especial amor de Dios y al prójimo, dio, a su vez, impulso y avance a la caridad.
El nombre y el símbolo de la caridad se convirtió en el programa de su vida interior y de su actividad exterior; este latido se propagó desde su familia natural a la extensa familia de sus hermanos de ayer, y a todos los encuadrados en las bienaventuranzas de Cristo: los pobres, los perseguidos, los débiles, los enfermos, los oprimidos.
Con la fundación de la familia religiosa de las Hermanas de la Caridad de San José, cuatro años después de su encuentro con el catolicismo, quiso dedicarse a todas las formas de la caridad con el ejercicio voluntarioso de las obras de misericordia espiritual y corporal. Junto a las innumerables providencias en favor de los huérfanos y necesitados ocupó un primer puesto su obra en pro de la educación de la juventud, por lo cual es justamente tenida como una de las precursoras del sistema escolar parroquial, que tantos frutos ha dado y continúa dando en los Estado Unidos, ofreciendo a la Iglesia y a la nación escuadras de católicos fervientes y de ciudadanos ejemplares.
La figura de Isabel Seton continúa viviendo en la entrega de sus hijas espirituales, que todavía se dedican, cada una de ellas, a beneficiar a innumerables escuadras de adultos y de niños, de necesitados en el cuerpo y en espíritu. Y gustamos detener nuestra mirada en todas las hermanas de la caridad. Con hábitos distintos y reglas adaptadas a los climas y a las costumbres de los diversos países renuevan la gesta de San Vicente Paúl y de Santa Luisa de Marillac. De la incansable actividad de cada una, movida por el amor a Dios, se levanta en todo el mundo, con múltiples aplicaciones, el himno de San Pablo, con toda su frescura y atracción: “La caridad es paciente, es benigna, la caridad no es fastidiosa... no busca su propio interés, se alegra en la posesión de la verdad, a todo se acomoda, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13, 4-7).
Nos sentimos afecto paternal, admiración y gratitud por todas las religiosas (...). La glorificación de una heroína de la caridad quiere infundir un nuevo afán de entrega, no solamente a estas beneméritas religiosas, sino también a todos los miembros de la Iglesia, sacerdotes y seglares, ancianos y jóvenes, para que con la caridad sepan dar el testimonio de amor y de obras que el mundo espera.
¡Oh beata Isabel Seton, que brillas hoy ante el mundo por tu fidelidad a las promesas bautismales, mira con ojos de predilección a tu pueblo, que de ti se gloría como primera flor de santidad! Concédeles de Dios la gracia de guardar el sagrado patrimonio de la vocación al Evangelio, la firmeza en la fe, el ardor en la caridad para que corresponda a su particular vocación. Y sobre la Iglesia entera extiende tu protección, ofreciéndole como ejemplo el fuego de generosidad y de amor, que te impulsó de caridad en caridad (2 Cor 3,18) a la glorificación de hoy.
En el Año Santo de 1975 Isabel Seton fue canonizada por el papa Pablo VI.
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