San Claudio de La Colombière fue un sacerdote de la Compañía de Jesús, que -en palabras del Martirologio- «siendo hombre entregado a la oración, con sus consejos dirigió a muchos en su esfuerzo para amar a Dios».
El «Misal Romano Diario y Devocionario» compuesto por el jesuita Natalio Díaz y editado en 1957 por Amorrortu dice:
«Nació en 1641 en San Sinforiano d'Ozon, en el Delfinado de Francia, y entró en la Compañía a los 17 años. Luego de ser sacerdote, fue enviado de superior a la casa de Paray-le-Monial, y allí fue director espiritual de Santa Margarita Maria de Alacoque, quien le reveló la misión especial que Jesucristo le reservaba a él y a la Compañía de Jesús, en orden a extender por el mundo la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Enviado a Londres como predicador de la duquesa de York, María Beatriz de Este, ejercitó su ministerio entre católicos y anglicanos; pero fue víctima de la persecución que entonces reinaba en Inglaterra. Encerrado en la torre de Londres durante cinco meses, fue desterrado del país; este golpe quebrantó su delicada salud y murió en Paray-le-Monial el 15 de febrero de 1682, a los 41 años de edad.
Fue beatificado por el Papa Pío XI el 16 de junio de 1929, fecha aniversaria de una de las más grandes revelaciones del Corazón de Jesús».
Claudio La Colombière sólo era beato en el momento de editarse ese Misal; fue canonizado el 31 de mayo de 1992 por San Juan Pablo II. En la ocasión dijo el Pontífice en un fragmento de su homilía:
«...entró en la Compañía de Jesús siendo muy joven. Ejerció su misión en París y en varias provincias y tuvo una influencia notable por su esfuerzo intelectual y, más aún, por el dinamismo de vida cristiana que supo transmitir.
Verdadero compañero de San Ignacio, Claudio aprendió a encauzar su fuerte sensibilidad. Miró con humildad el sentido de «su miseria» para apoyarse sólo en su esperanza en Dios y en su confianza en la gracia. Tomó decididamente el camino de la santidad. Se adhirió con todo su ser a las constituciones y a las reglas del instituto, rechazando toda tibieza.
Fidelidad y obediencia se traducen ante Dios en un «deseo... de confianza, de amor, de resignación y de sacrificio perfecto» (Retraites, 28).
El padre Claudio forjó su espiritualidad en la escuela de los ejercicios. Hemos mirado su impresionante diario. Se consagró, por encima de todo, a «meditar profundamente la vida, de Jesucristo, que es el modelo de la nuestra» (ib., n. 33). Contemplar a Cristo permite vivir en familiaridad con él para pertenecerle totalmente: «Veo que es absolutamente necesario que yo sea suyo» (ib., n. 71). Y si Claudio osó tender hacia esa fidelidad total, lo hizo en virtud de su agudo sentido del poder de la gracia que lo transforma. Accede a la libertad perfecta de aquel que se abandona sin reservas a la voluntad de Dios. «Tengo un corazón libre», solía decir (ib., n. 12). Aceptaba las pruebas y los sacrificios «pensando que Dios exige todo de nosotros por amistad» (ib., n. 38). Su gusto por la amistad lo llevaba a responder a la amistad de Dios con un impulso de amor que se renovaba todos los días.
El padre La Colombière se comprometió en el apostolado con la convicción de que era un instrumento de la obra de Dios: «Para hacer mucho por Dios, es necesario ser completamente suyo» (ib., n. 37). La oración, afirmaba, es «el único medio ... por el que Dios se une a nosotros a fin de que hagamos algo para su gloria» (ib., n. 52). En el apostolado, los frutos y los éxitos no se obtienen tanto por la capacidad de las personas cuanto por la fidelidad a la voluntad divina y la transparencia de su acción».
El «Misal Romano Diario y Devocionario» compuesto por el jesuita Natalio Díaz y editado en 1957 por Amorrortu dice:
«Nació en 1641 en San Sinforiano d'Ozon, en el Delfinado de Francia, y entró en la Compañía a los 17 años. Luego de ser sacerdote, fue enviado de superior a la casa de Paray-le-Monial, y allí fue director espiritual de Santa Margarita Maria de Alacoque, quien le reveló la misión especial que Jesucristo le reservaba a él y a la Compañía de Jesús, en orden a extender por el mundo la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Enviado a Londres como predicador de la duquesa de York, María Beatriz de Este, ejercitó su ministerio entre católicos y anglicanos; pero fue víctima de la persecución que entonces reinaba en Inglaterra. Encerrado en la torre de Londres durante cinco meses, fue desterrado del país; este golpe quebrantó su delicada salud y murió en Paray-le-Monial el 15 de febrero de 1682, a los 41 años de edad.
Fue beatificado por el Papa Pío XI el 16 de junio de 1929, fecha aniversaria de una de las más grandes revelaciones del Corazón de Jesús».
Claudio La Colombière sólo era beato en el momento de editarse ese Misal; fue canonizado el 31 de mayo de 1992 por San Juan Pablo II. En la ocasión dijo el Pontífice en un fragmento de su homilía:
«...entró en la Compañía de Jesús siendo muy joven. Ejerció su misión en París y en varias provincias y tuvo una influencia notable por su esfuerzo intelectual y, más aún, por el dinamismo de vida cristiana que supo transmitir.
Verdadero compañero de San Ignacio, Claudio aprendió a encauzar su fuerte sensibilidad. Miró con humildad el sentido de «su miseria» para apoyarse sólo en su esperanza en Dios y en su confianza en la gracia. Tomó decididamente el camino de la santidad. Se adhirió con todo su ser a las constituciones y a las reglas del instituto, rechazando toda tibieza.
Fidelidad y obediencia se traducen ante Dios en un «deseo... de confianza, de amor, de resignación y de sacrificio perfecto» (Retraites, 28).
El padre Claudio forjó su espiritualidad en la escuela de los ejercicios. Hemos mirado su impresionante diario. Se consagró, por encima de todo, a «meditar profundamente la vida, de Jesucristo, que es el modelo de la nuestra» (ib., n. 33). Contemplar a Cristo permite vivir en familiaridad con él para pertenecerle totalmente: «Veo que es absolutamente necesario que yo sea suyo» (ib., n. 71). Y si Claudio osó tender hacia esa fidelidad total, lo hizo en virtud de su agudo sentido del poder de la gracia que lo transforma. Accede a la libertad perfecta de aquel que se abandona sin reservas a la voluntad de Dios. «Tengo un corazón libre», solía decir (ib., n. 12). Aceptaba las pruebas y los sacrificios «pensando que Dios exige todo de nosotros por amistad» (ib., n. 38). Su gusto por la amistad lo llevaba a responder a la amistad de Dios con un impulso de amor que se renovaba todos los días.
El padre La Colombière se comprometió en el apostolado con la convicción de que era un instrumento de la obra de Dios: «Para hacer mucho por Dios, es necesario ser completamente suyo» (ib., n. 37). La oración, afirmaba, es «el único medio ... por el que Dios se une a nosotros a fin de que hagamos algo para su gloria» (ib., n. 52). En el apostolado, los frutos y los éxitos no se obtienen tanto por la capacidad de las personas cuanto por la fidelidad a la voluntad divina y la transparencia de su acción».
San Claudio y Santa Margarita María de Alacoque junto al Sagrado Corazón de Jesús |
Tuvimos ocasión de fotografiar la imagen de San Claudio durante una breve visita a la iglesia de Nuestra Señora de los Milagros, en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, en 2018.
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